Cualquier noche de verano...

Él abre los ojos, el olor a café de los vecinos le da los buenos días siempre fiel cada mañana, pasea el brazo por debajo de las almohadas y se incorpora en la cama mientras se despereza silenciosamente, ve una silueta femenina reflejada en el espejo de su vestidor, la observa mientras duerme, le encanta despertarse antes que ella y al volver del baño a observarla, ya es tarde y toda la claridad de la mañana entra por el amplio ventanal, su espalda consigue librarse de la sabana de seda blanca y queda desnuda, es lo que siempre acaba llamándole la atención, se pasaría horas mirándola, estudiándola, centímetro a centímetro, desde la nuca donde se rizan esos pequeños mechones dorados, vértebra a vértebra, esas pecas oscuras que le recuerdan a una constelación y hasta llegar donde la espalda pierde su nombre.
Vuelve a la cama, y después de arroparla, le aparta el cabello de la cara, ve sus pecas en sus pómulos, de repente ella abre sus ojos, azules como el océano, se gira y él pone cara de sorprendido y al intentar disculparse por haberla despertado, ella sonríe y hace que se trague sus palabras, sus labios le besan dándole los buenos días y él la rodea con sus brazos y cree ser la persona más afortunada del mundo…

La señal de televisión chisporrotea, la antena vuelve a fallar y se pierde la señal, y vuelvo al mundo real, a este sillón de polipiel raído por el paso de los años, a esta pequeña leonera a la que tengo que llamar hogar, ya hace prácticamente 10 años que desconectaron la televisión analógica pero en las noches claras aún se pueden sintonizar bucles de películas antiguas que quedaron como flotando en el espacio.
Me levanto y apago la televisión y vuelvo a mi “trono”, cierro los ojos y me imagino en la piel del protagonista de la película y deseo ser tan feliz como parece serlo él y recuerdo que una vez yo también lo fui pero de esto han pasado tantos años, que ya ni recuerdo donde, cuando ni con quien.


23/06/2008